La llegada de nuevas y más agresivas políticas de información nutricional supone un antes y un después en el nivel de intervención de muchos países sobre la nutrición de sus ciudadanos. América Latina y el Caribe, con un alarmante aumento del sobrepeso, se suma a la tendencia.

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), en el mundo hay aproximadamente 1.900 millones de adultos con sobrepeso, de los que 600 millones son obesos. La adopción de hábitos alimentarios perjudiciales por parte de muchos países contrasta de frente con la realidad de 815 millones de personas con hambre y con una sociedad que se autoimpone, con preocupante frecuencia, cánones estéticos que ni atienden a la salud ni a la alimentación. Sea por una cosa o por la otra, en el debate nutricional hoy se habla más sobre aquello que nos lleva a seleccionar o desechar productos en el proceso de compra. Los factores que están detrás de las elecciones alimentarias. Aquellos cuya eficacia tiene el poder de cambiar los –a veces poco saludables- hábitos de consumo.

Sabemos que, al menos en productos procesados, el etiquetado es un factor clave para lograr que el consumidor opte por una elección saludable. Sin embargo, ese hecho no garantiza en absoluto su efectividad. Porque por un lado existe una cuestión circunstancial: que el consumidor disponga del tiempo y la paciencia para leer aquello que está escrito en la tabla nutricional; y por otro, una realidad social: la capacidad del consumidor para comprenderlo. De hecho, sin haberlo leído o comprendido, es difícil que el valor nutricional de un producto predomine por encima de un hábito, de una preferencia, o siquiera del apetito que el consumidor sienta en ese momento.

Simplificar para llegar a más consumidores

La mayoría de los expertos confirman que, a pesar de su importancia caudal, el apartado de información nutricional es el componente más complejo de procesar para los consumidores. Frente esta dificultad, en años recientes varias voces se alzaron para cuestionar la eficacia de la presentación de información nutricional en los envases,y se lanzaron iniciativas para mejorarla.

En 2013, Reino Unido dio el pistoletazo de salida a un reglamento innovador sobre el etiquetado de alimentos procesados. Se trataba de un semáforo que asignaba colores según el contenido nutricional, teniendo en cuenta los porcentajes de azúcares, grasas, o sal del producto. Así, el rojo significaba un alto contenido de componentes menos saludables, el amarillo un contenido medio, y el verde un contenido bajo. Cuánto más verde la etiqueta, más saludable el producto. Aunque supusiera una simplificación considerable con respecto a la habitual tabla nutricional, la presentación de la información era más fácil de comprender y rápida de procesar. Es indiscutible que, por primera vez, un porcentaje indeterminado de la población podía, de una forma intuitiva y no textual, tener una mayor comprensión del valor nutricional de los productos antes de comprarlos. Se había logrado el objetivo de hacer llegar el mensaje.

El caso de América Latina y el Caribe

El último informe de FAO sobre el estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo no dejaba lugar a dudas. La región de América Latina y el Caribe sufre una creciente epidemia de sobrepeso y obesidad que contrasta de forma dramática con un crecimiento acelerado del hambre. Quizás por ello la región ha llevado el debate a su terreno, con Ecuador y Perú adoptando sistemas de advertencia nutricional similares al del Reino Unido. Al año de implementar el semáforo nutricional, Ecuador reportó un descenso del 35% en la venta de productos altos en grasas saturadas, azúcar y/o sal. México, en tanto, aplicó un sistema de etiquetado frontal en el 2015 y reguló, a su vez, el contenido en la publicidad de estos alimentos, así como sus horarios de emisión. Y es en este contexto cuando aparece el caso chileno, que emite un decreto en 2015 modificando la Ley de Composición Nutricional de los Alimentos y su Publicidad.

Según la ley modificada, en Chile el reglamento de etiquetado exige advertir con pegatinas negras octogonales si un producto tiene contenidos altos de azúcar, grasas saturadas, sodio, o calorías; parecido al que ya empleaba Perú. Tras la puesta en vigor de la norma también se prohibió la entrega de juguetes junto a los productos considerados no saludables, práctica habitual en packs infantiles de grandes cadenas de comida rápida, bolsas de patatas fritas, o huevos de chocolate para niños. Manuel Alonso Dos Santos, investigador de la Universidad Católica en Concepción, Chile, concluye que el sistema de etiquetado chileno es pionero, ya que a pesar de tener al Reino Unido y a Ecuador como referencias, es más estricto que sus predecesores. “La mayor diferencia se presenta en el icono. En Chile se muestran “discos pare” en blanco y negro (para evitar llamar la atención de los menores). Quizás la mayor diferencia es que el etiquetado chileno es su base negativa, castiga lo negativo del alimento sobre lo positivo”.

A esa conclusión llega el estudio reciente[1] de Dos Santos, que confirma que sería bueno aplicar el modelo chileno al resto de América Latina por su alta eficiencia frente a la atención de los consumidores. Según Dos Santos, “es recomendable que otros países latinoamericanos como Argentina y Uruguay, con preocupantes índices de sobrepeso, opten por implementar esta medida”, ya que la presentación más clara y comprensible de la información efectivamente influye las elecciones alimenticias de los consumidores.

Un debate abierto

La simplificación entraña también riesgos para alimentos que traen algún beneficio para la salud. Edmundo Rodríguez, especialista en nutrición y dietética de la Universidad del Pacífico, señala que el nuevo sistema de advertencias podría ser confuso para el consumidor, ya que no todos los alimentos con esos sellos son necesariamente perjudiciales para la salud. “Hay alimentos que pueden estar rotulados con etiquetas negras, no obstante pueden ser beneficiosos al consumirlos. Por ejemplo, los frutos secos sin sal, como el maní, por ser un alimento fuente de ácidos grasos benéficos para el cuerpo, quedarán catalogados como ‘altos en calorías’, pero consumir un puñado de estos al día es tremendamente beneficioso para la salud”. Claramente los sellos de advertencia no sirven como sustituto del cuadro completo de información nutricional del producto, y todavía está en las manos del consumidor informarse bien sobre los productos que consume y tomar las decisiones adecuadas para sí mismo.

Cabrían amplias discusiones sobre la utilidad de este sistema, o de sus no pocas implicaciones para la industria alimentaria. Usando el mismo método que clasifica, por ejemplo, las películas según su contenido, parece lógico pensar que la primera consecuencia fuese la misma que en la propia industria del cine, en la que muchas productoras censuran las películas para asegurarse que estas sean catalogadas para todos los públicos. ¿Es el momento, pues, de inducir en la población una alimentación “para todos los públicos”? ¿Hasta qué punto hablamos de protección de los sistemas alimentarios, o por el contrario estamos entrando de pleno en el terreno del descrédito y los sistemas paternalistas?

En ese sentido, concluye Manuel Alonso Dos Santos, hay razones para aplicar un sistema así: “Algunas investigaciones señalan una alta correlación entre un bajo nivel educativo e ingresos y un alto consumo de alimentos poco saludables. El sistema no prohíbe comprar el alimento pero se espera que su implantación modifique la preferencia hacia alimentos más saludables”.

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