Por: Ney Barrionuevo Jaramillo, Consultor Inclusys

Alrededor de un 32% de la población ecuatoriana es aún rural y aunque el empleo rural no agropecuario (ERNA) ha crecido, el agro (agricultura, ganadería, forestería) sigue siendo el eje vertebrador de la ruralidad.

Son ya conocidas, pero no puestas en valor, las cifras de aporte económico (8% del PIB más divisas de exportación) y social (29% de la PEA y seguridad alimentaria).

El agro ecuatoriano se caracteriza porque el 85% de sus unidades de producción son inferiores a 20 hectáreas, la gran mayoría en la Sierra incluso de menos de 1 hectárea; antes la tendencia era al minifundio ahora es al microfundio.

El agro lidia todo el tiempo con la incertidumbre y riesgos de la naturaleza, de los mercados, de las políticas del Estado y esa situación se exacerba cuando se trata de los pequeños productores.

Un año puede llover demasiado, otro viene con sequía, heladas o plagas y enfermedades cada vez más virulentas y frecuentes. El cambio climático no es un cuento y afecta con mayor dureza a la agricultura tropical y andina.

Los mercados son también inciertos, una temporada los precios se disparan otras se desploman, y en una perspectiva de mediano a largo plazo, los términos de intercambio de materias primas agrícolas respecto a los insumos y a la tecnología se deterioran año a año.

Las políticas públicas son otro elemento que añade incertidumbre, nunca se sabe si habrá crédito o si será accesible, los precios oficiales nunca de cumplen; en ese ambiente, los TLC en vez de ser una buena noticia, son percibidos más bien como amenazas.

El pequeño agricultor se siente como una «ñarra» frente a la NATURALEZA, los MERCADOS y las POLÍTICAS y esa situación de décadas por no decir siglos, los lleva a adoptar una posición de «trinchera» para sobrevivir, a la defensiva, solo reactivos y con desconfianza de todo y de todos.

En su desesperación, para buscar certezas, frente a la naturaleza solicitan riego, frente a los mercados, precios oficiales y aranceles proteccionistas, y en el ámbito de las políticas exigen presupuestos y crédito acordes a su aporte al PIB.

Piden riego no les dan, piden precio, les dan hueso y las políticas públicas les cortan el pescuezo (digo, el presupuesto), se los trata como los maderos de San Juan.

Lo correcto es crearles certidumbre y bajar el riesgo para que la actividad se pueda planificar mejor y sea competitiva, generando renta social, pero no a través del proteccionismo, o de precios oficiales o de dádivas clientelares, sino con apoyos e incentivos de nuevo tipo, que eleven su productividad, calidad, optimicen costos y eso les permita competir en el mercado nacional frente a importaciones o enfrentar con éxito los desafíos de la exportación.

Esa batería de apoyos de nuevo tipo, pasa por asistencia técnica especializada agrícola y comercial, crédito a tasas y plazos razonables, establecimientos de negocios inclusivos ganar-ganar entre pequeños productores y empresas, promoción de exportaciones, acuerdos estratégicos entre los actores de las cadenas de valor, dotación de canales de riego y sistemas de riego parcelario y fortalecimiento de la asociatividad empresarial.

Con esas palancas el agro despega, sin esos apoyos diferentes, está condenado a la pobreza (la pobreza rural por ingresos supera el 42%) y eso se agravará hasta estallar, en perjuicio de toda la sociedad, de agricultores y consumidores y de paso también de los gobiernos de turno de cualquier tendencia.

El problema es que no se hace ni lo tradicional ni lo nuevo; más allá del discurso y la propaganda es sintomático que de un presupuesto cercano a 400 millones de dólares del MAG hace unos años, se haya pasado a 120 y se haya recortado éste en un 20%.

No hay peor ciego, ni peor sordo que el que no quiere ver ni oír, y se juega con fuego, porque la incertidumbre y el riesgo, que se traducen en pobreza y paradójicamente hambre en el campo, conforman una situación potencialmente explosiva.

Fuente: El Productor / www.elproductor.com

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